La visita de Claudia Sheinbaum a Poza Rica no fue un acto de solidaridad, sino un intento desesperado por contener el descontento. Llegó cuando la furia del agua ya había dejado muertos, desaparecidos y cientos de familias cubiertas de lodo. Llegó tarde, protegida por militares, subida en una camioneta del Ejército, rodeada de cámaras, sin atreverse a caminar entre la gente que clamaba por sus desaparecidos.
“¿Dónde están?”, le gritaron jóvenes y madres desde la multitud, mientras mostraban fotografías de los estudiantes arrastrados por la corriente. No fueron preguntas, fueron gritos de desesperación. Y frente a eso, la presidenta respondió como si no entendiera el peso de esas palabras: con frases hechas, con un tono burocrático, con esa frialdad de quien solo repite un libreto. “No se va a ocultar nada”, dijo. Pero el pueblo no pedía transparencia: pedía respuestas, ayuda, presencia real.
Veracruz se hundía en el agua y Sheinbaum en su soberbia. Los testimonios coinciden: tres días sin apoyo, tres días bajo el agua, tres días viendo cómo los vecinos —no las autoridades— sacaban cuerpos, limpiaban calles, repartían comida. Y cuando por fin llega la presidenta, lo hace para prometer “más maquinaria” y “censos”. Como si eso sirviera para consolar a quienes están buscando a sus hijos en el lodo.
Su visita fue una postal del divorcio entre el poder y la gente. No hubo empatía ni humildad, solo un guion. Rodeada por militares, exigía silencio con la mano para poder hablar. Pidió a los damnificados “guardar calma”, cuando lo único que han hecho por días es resistir sin ayuda. Intentó explicar que “llovió más de lo proyectado”, como si la naturaleza fuera la culpable de la ineficiencia y no la falta de previsión, las alertas tardías o la pasividad de un gobierno que prefiere reaccionar ante el desastre que prevenirlo.
Mientras tanto, los voluntarios y los vecinos seguían haciendo el trabajo que debería hacer el Estado: rescatar, limpiar, consolar, sobrevivir. Ellos no tienen escolta ni helicópteros ni cámaras. Solo tienen la urgencia y la dignidad que el poder parece haber olvidado.
Lo más grave no es la tragedia natural, sino la tragedia moral. Un gobierno que promete no dejar a nadie atrás, pero que siempre llega después; una presidenta que pide confianza, pero que no escucha; una autoridad que dice “nadie se quedará sin apoyo” mientras la gente lleva días esperando un poco de agua limpia o una mano que los saque del lodo.
Sheinbaum volvió a prometer que regresará a Veracruz “para supervisar avances”. Pero ya sabemos cómo funciona eso: llega la caravana, se toman las fotos, se publican los videos en redes y después el tema desaparece del discurso oficial. Lo que no desaparece son las pérdidas, el dolor, las vidas que no regresarán y las familias que seguirán esperando justicia.
La lluvia puede haber sido inesperada, pero la indiferencia no. Es el reflejo de un poder que se acostumbró a hablar desde arriba, de espaldas al pueblo. Que se protege con soldados para evitar escuchar el reclamo legítimo de la gente. Que llega a las tragedias como si fueran escenarios para demostrar autoridad, no humanidad.
Y mientras Veracruz intenta levantarse del desastre, queda flotando la pregunta que resonó una y otra vez en las calles de Poza Rica:
¿Dónde están?
No solo los desaparecidos.
¿Dónde está el gobierno?
¿Dónde está la empatía?
¿Dónde está la presidenta cuando el país se ahoga?