Represión en México

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No fue solo una marcha. Fue un desahogo colectivo. Fue la necesidad urgente de miles de personas de recordarle al poder que sigue habiendo país más allá de Palacio Nacional. Y, sin embargo, la respuesta oficial no fue escuchar, sino cerrar los ojos con fuerza, como un niño que cree que, si no mira el problema, el problema desaparece.

La ciudad vibraba con un sentimiento que hace mucho no se veía: familias enteras caminando juntas, jóvenes que iban con la convicción de que merecen algo mejor, adultos mayores que, aun cansados, decidieron salir porque ya han visto demasiadas injusticias en su vida como para quedarse en casa. Eran voces distintas, pero todas pedían lo mismo: ser tomadas en serio.

El gobierno no quiso verlo. Prefirió instalarse en su burbuja, convencido de que la movilización sería irrelevante. Esa soberbia fue su primera derrota. La segunda llegó cuando la multitud se hizo imposible de ignorar.

Y ahí, en lugar de dialogar, de abrir un mínimo espacio para entender lo que estaba ocurriendo, eligieron el peor camino: reaccionar con violencia. Lo que la gente vivió en el Centro fue miedo, fue desesperación, fue impotencia. Ver jóvenes golpeados, ancianos empujados, familias corriendo sin saber a dónde… eso no es una estrategia de seguridad, es una confesión emocional del poder: el miedo los domina.

A esa herida se sumó algo aún más doloroso: la aparición de los infiltrados. Rostros ocultos, movimientos calculados, la interrupción deliberada de una marcha que hasta entonces avanzaba en paz. Y lo peor es la sensación que dejaron: que alguien quería ensuciar lo limpio, romper lo legítimo, convertir la inconformidad ciudadana en un problema que “merece” ser reprimido.

Luego vinieron las palabras vacías. Las excusas de siempre. Las teorías conspirativas. Los intentos forzados de reducir la indignación a un capricho político. El discurso oficial sonó hueco, desconectado, ajeno por completo al dolor real que se vivió en las calles.

Ese es el punto que varios analistas han subrayado, entre ellos Riva Palacio: el gobierno no está luchando contra un adversario político, está luchando contra su incapacidad de sentir el pulso del país. No reconoce el cansancio de la gente, no escucha su frustración, no acepta que la indignación ya no es marginal, sino cotidiana.

Lo que ocurrió en esas horas dejó una huella en la ciudad. La brecha entre gobierno y ciudadanía se hizo más grande, más visible, más difícil de disimular. La protesta ya no es solo protesta: es un grito acumulado de años, de promesas rotas, de silencios oficiales. Intentar acallarlo solo lo vuelve más intenso.

Y es ahí donde el gobierno está perdiendo de verdad: en lo humano. En la empatía rota. En el rechazo creciente. En la sensación de abandono que se respira en cada esquina.

Porque un gobierno puede equivocarse, puede enfrentar crisis, puede lidiar con oposición. Pero cuando la gente siente que el poder ya no la mira, ya no la entiende y ni siquiera intenta hacerlo, algo más profundo se rompe.

Eso es lo que quedó expuesto. No un operativo fallido, sino una desconexión emocional absoluta entre quienes gobiernan y quienes caminaron bajo el sol para exigir algo tan básico como ser escuchados.

Por admin

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