En 2018, una de las grandes banderas del proyecto de nación encabezado por Andrés Manuel López Obrador fue la descentralización de las dependencias federales. La propuesta sonaba poderosa: llevar las secretarías a los estados, desconcentrar el poder, reactivar economías locales y reducir la sobrecarga de la Ciudad de México. Una «nueva república» administrativa.
Pero seis años después, la realidad es brutal: no solo no se descentralizó nada, sino que se tiraron millones de pesos en intentos a medio camino, oficinas vacías y simulaciones disfrazadas de voluntad política.
En una esquina de Ciudad Obregón, Sonora, hay un edificio blanco que se suponía iba a ser la nueva casa de la Secretaría de Agricultura. Hoy está cerrado. Las ventanas cubiertas con papel, un guardia somnoliento, una placa oxidada que dice: «SADER, oficina regional».
Nunca fue una sede real. Nunca operó nada importante desde ahí.
Ese edificio es solo uno de los muchos monumentos al fracaso silencioso de una promesa presidencial que se gritó con fuerza en 2018: descentralizar al gobierno federal.
“La SEP se irá a Puebla”,
“Conagua se va a Veracruz”,
“Cultura a Tlaxcala”,
“Turismo a Chetumal”,
“Energía a Tabasco”…
Una idea ambiciosa. Una idea lógica, incluso. Desconcentrar el poder de la Ciudad de México. Llevar los beneficios del presupuesto a otros rincones del país. Despresurizar la capital. Impulsar empleos. Reactivar economías. Federalismo, pero de verdad.
Lo que ocurrió fue otra cosa.
El traslado que nunca ocurrió
Los titulares se mudaron. Algunos, simbólicamente. Una que otra oficina cambió de ciudad, al menos en papel. Pero el grueso de las estructuras se quedó en la CDMX. Los equipos completos, los tomadores de decisiones, los archivos, los contratos, los procesos clave… todo sigue centralizado.
Lo más que hubo fueron giras, apariciones en Zoom desde oficinas rentadas en los estados, e inauguraciones de inmuebles que hoy están vacíos.
Y sí, millones gastados en rentas, remodelaciones, traslados temporales, logística, personal administrativo sin funciones. Un aparato de papel movido por un discurso que se evaporó con el tiempo.
El silencio oficial
A pesar del evidente incumplimiento, el gobierno federal nunca reconoció formalmente el abandono del proyecto. No hizo falta. Bastó con dejar de mencionarlo en los informes, en las mañaneras, en las giras. El silencio fue la forma de enterrar la promesa.
En su lugar, llegaron otras prioridades: megaobras, becas, giras. La “república itinerante” se quedó sin gasolina. El discurso se recicló y se reemplazó. La descentralización murió sin funeral.
¿Qué queda?
Quedan documentos, discursos, recortes de periódico. Y oficinas vacías. Muchas. Repartidas en estados donde alguna vez se pensó que llegaría el corazón del poder federal.
Quedan también trabajadores que sí aceptaron mudarse y terminaron abandonados en ciudades ajenas, sin jefes, sin funciones, sin estructura.
Y queda una lección amarga: el poder no se reparte con discursos. Se descentraliza con decisiones reales, presupuesto y voluntad. No con simulacros.