El silencio que mató a Carlos Manzo

En México ya no se mata por hablar: se mata por insistir.
El asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, no fue un hecho aislado ni un ataque más del crimen organizado. Fue una advertencia. Un recordatorio brutal de que en el país de los “abrazos, no balazos”, el Estado perdió el control, la autoridad y, sobre todo, la vergüenza.

Carlos Manzo fue una voz incómoda para el poder. Desde el inicio de su mandato denunció lo que otros preferían callar: que Michoacán está tomado por los cárteles, que los municipios son rehenes y que el gobierno federal mira hacia otro lado. Habló con la verdad, y eso —en el México actual— se paga caro.

Pidió apoyo, pidió presencia federal, pidió armas para defender a sus policías. Recibió, en cambio, una escolta simbólica y un silencio que lo condenó. La burocracia federal lo abrazó con declaraciones y lo abandonó con indiferencia.

Mientras en Palacio Nacional se repiten los discursos del humanismo, en los estados gobiernan las balas.


El alcalde que desobedeció el guion

Manzo no siguió la línea oficial. Desafió la estrategia presidencial y se atrevió a decir que los delincuentes no entienden de abrazos. Ordenó a su policía responder con fuerza ante ataques armados. No lo hizo por sed de guerra, sino por simple sentido de supervivencia.

Su postura frontal lo convirtió en un símbolo. Para muchos fue el “Bukele mexicano”. Para el gobierno, una molestia.
Cuando Claudia Sheinbaum dijo que “la fuerza solo genera más violencia”, Manzo le respondió con ironía:
“Si logra reducir el crimen sin un solo disparo, renuncio”.
Días después, los disparos llegaron por él.


Un país donde la verdad se castiga

Durante meses, el alcalde denunció públicamente el hallazgo de un campo de entrenamiento del narcotráfico en la meseta purépecha. Habló de armas calibre 50, de extranjeros adiestrándose, de comunidades sitiadas.
Y aun así, el gobierno federal no reaccionó.
En México, la alerta se responde con burocracia, y la urgencia con discursos vacíos.

También denunció la complicidad de las autoridades, lo que llamó la “narcopolítica”.
“El crimen no se mueve sin la ayuda de gobiernos corruptos”, dijo.
No mentía. Solo cometió el error de decirlo en voz alta.


El asesinato anunciado

El 1 de noviembre, durante el Festival de las Velas, Manzo fue asesinado frente a cientos de personas.
Ni los catorce elementos de la Guardia Nacional asignados a su resguardo pudieron evitarlo.
Murió como mueren los pocos que todavía creen que el deber está por encima del miedo.

Después vinieron las declaraciones de siempre:
Omar García Harfuch prometió justicia.
Claudia Sheinbaum prometió “cero impunidad”.
El mismo guion, las mismas palabras, el mismo vacío.

El gobierno habla de justicia, pero nunca llega a tiempo. Habla de coordinación, pero lo único que coordina bien es la indolencia.


El costo de un país que ya se rindió

El asesinato de Carlos Manzo no es solo una tragedia local; es un espejo nacional.
Demuestra que los criminales gobiernan por la fuerza y los políticos por el miedo.
Y que la ciudadanía vive atrapada entre ambos.

Claudia Sheinbaum puede seguir hablando de paz y de justicia social, pero la realidad la contradice cada día.
Mientras ella defiende su narrativa moral, los alcaldes caen, las comunidades se vacían y los sicarios patrullan con impunidad.

México está perdiendo a sus valientes.
Y lo peor no es que el Estado no los proteja, sino que parece haberse acostumbrado a enterrarlos.

Carlos Manzo fue asesinado por decir lo que el poder no quiere escuchar:
que no hay paz sin autoridad,
ni autoridad sin coraje,
ni gobierno que sobreviva al silencio cómplice.

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